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En Egipto el Faraón se tambalea

Dejemos caer de una vez al Faraón
Lluís Bassets

Toda la preocupación se centraba en la sucesión de Faraón. En su enfermedad. En el movimiento debidamente calculado de mover el peón, su hijo, para convertirlo en rey, justo en el momento adecuado. Los servicios secretos de todos los países concernidos, el ejército, la policía, los gobiernos aliados, todos estaban atentos y preocupados. Los antecedentes no permitían el desánimo: en la vecina Siria se había producido una sucesión como la ahora planificada. El cambio generacional estaba funcionando mal que bien en toda la geografía árabe, sobre todo donde se cuenta con la legitimidad sucesoria de las monarquías. La estrecha colaboración militar con Israel y Estados Unidos parecía también una garantía para que las cosas se mantuvieran bajo control. Todos esperaban, sin embargo, que el momento crucial, cada vez más cercano, sería ‘el hecho biológico’. Nadie contaba con la existencia de otros factores, con frecuencia incontrolados, que invertirían el orden de los acontecimientos.

La variable más importante y decisiva no estaba en las agendas ni las prospectivas. Nadie había previsto un incendio como el que se ha declarado a partir de Túnez, en lo que ya es el programa de una revolución democrática árabe. Nadie había contado con lo que, al final, impulsa siempre este tipo de cambios: la gente, los ciudadanos, le peuple, we the people. Los ciudadanos de todos los países árabes, desde Marruecos hasta Irak, jamás habían derrocado a ninguno de sus múltiples y longevos tiranos. Habían sido determinantes, sobre todo en algunos países, en los combates de la independencia, pero luego cayeron en la postración, sometidos al puño de hierro de las distintas policías secretas de los sucesivos tiranos. También ellos estaban hasta ahora recluidos en una inmensa cárcel de pueblos, de la que los tunecinos están saliendo y los egipcios pugnan por salir.

Sacrificados a la estabilidad, los ciudadanos de toda la geografía árabe habían sido minusvalorados y despreciados, pecado en el que Europa y Estados Unidos llevan la penitencia: a esta actitud arrogante se debe la ceguera política que ha impedido prever la revolución democrática árabe que se está extendiendo desde el Atlántico hasta el Golfo Pérsico. En vez de enfrentarse a una sucesión delicada, Washington y sus aliados se han encontrado con la ola revolucionaria imprevista que amenaza con derrocar a su fiel aliado de 30 años y les sitúa en un dilema insostenible. Si le empujan para que caiga, imparten una lección peligrosa a todos sus otros aliados: pueden prepararse los monarcas árabes mimados por occidente. Si le siguen sosteniendo, rubrican una vez más el doble rasero tradicional con los que se ha tratado a los árabes: la ejemplar democracia estadounidense les dice a los árabes que ellos no tienen derecho a la democracia.

Obama no tiene la culpa histórica de este dilema, pero sí la responsabilidad. Ha seguido la misma política de todos sus antecesores, incluido por supuesto a George W. Bush; no ha sabido traducir sus palabras de El Cairo en hechos; nada ha hecho avanzar el proceso de paz entre israelíes y palestinos; y su actitud ante los egipcios, y sobre todo la de su vicepresidente Joe Biden, no es mejor que la de Sarkozy y su ministra de Defensa, Michèle Alliot-Marie respecto a los tunecinos.

Fuente: Del Blog de Lluís Bassets
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