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La injusticia que no cesa

VEINTE años después del asesinato de los jesuitas en El Salvador, la denuncia clamorosa de Nietzsche -«la objetividad y la justicia no tienen nada en común»-, hace estragos en las mentes sencillas mientras los poderosos de turno, los de allá y los de acá, se lavan con asperón y se secan con toallas de hilo como Pilatos. ¡Que a todos ellos -los mangantes de allá y de acá-, el infierno se los trague en la vorágine más envilecida! Veinte años después, con la misma soledad encanecida, los medios de Castilla y León, y Valladolid a la cabeza, han vuelto a despertar las conciencias con abundantes testimonios.

Es lo mínimo que puede hacerse ante la injusticia que no cesa. Es cierto: cada uno cuenta las penas y las tragedias por las cercanías que el tiempo perpetúa. Para mí todos esos nombres de jesuitas que cayeran bajo la bota asesina de un estado con metralleta, se reducen a uno solo y tienen su misma aura y el solar de las cosas esplendentes: lo que en mí depositaron sobre Ignacio Martín Baró dos personas tan cercanas a él como su padre, Francisco Javier Martín Abril, y su hermano, Carlos Martín Baró.

Jamás olvidaré el artículo que Paco Martín Abril escribió en El Norte de Castilla sobre su hijo Nacho en aquellos días. No, no era conmevedor: había algo mucho más rotundo. Allí se derramaba la entraña del ser con una pena embellecida, con una paternidad tan firme, con una fe tan exquisita, y con un sentimiento tan íntimo que el recorrido de la ontología enmudecía errante por los argumentos del dolor. Cuanto más leía uno aquel artículo, más lágrimas silenciosas despejaban aquel martirio para una modernidad sin sangre. Y cuando te encontrabas con el poeta de frente e intentabas esbozar una condolencia, una simple exclamación del alma -«¡Antoñito!»- te dejaba en los umbrales de la nobleza para que lo intacto del amor reprodujera la única esperanza.

Ayer mismo hablaba con Carlos Martín Baró -que sobrevive a una enfermedad compleja-, y volvió a aparecer en lontananza la misma aristocracia como espina silenciosa y machadiana. Y entonces el Nacho más solar iluminó el correntío de los recursos íntimos. Y también el de las realidades netas: el muchacho que con 16 años ya era miembro de la Sociedad Española de Ilusionismo, el jesuita que apostó por los pobres sin atributos, el vozarrón que en los últimos instantes de su vida llamó «carroña» a los asesinos, y el Nacho más frágil de los últimos años porque quizás echara de menos a Lucero, el caballo de madera que un día de Reyes le trajeron en Valladolid. ¡Qué sé yo lo que es un mártir tan cercano en este mercado de las baratijas!

Por ABC 22/11/2009
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3 comments :

  1. Pues no sé qué tan sentido debió haber sido el artículo que el padre de Martín Baró escribió cuando supo de la muerte de su hijo, pero no creo que esté muy lejos de este. A uno se le remueve algo por dentro al leerlo. Gracias por destacarlo.

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  2. ¿Sera posible que una vez los salvadoreños vean un rallo de justicia en aquellos casos que conmovieron al mundo??

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  3. Realmente aplastante el relato, la pena es que no sepamos quien es el autor.

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