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El país que amanos: Costa Rica

Por Ana Istarú*

El amor patrio lo conocí en el extranjero, en un supermercado, hará algunos años. Venía en forma de conserva. Por dentro tenía palmito y por fuera dos palabras que hacen llorar cuando la distancia es grande y la separación prolongada: Costa Rica. No la compré por cara pero la besé, para desconcierto de los clientes, más que europeos, vietnamitas y norafricanos.

No me importa, sé de quienes han llorado por una Tricopilia.

El amor patrio, como la religión, es un asunto de cuidado. Bien entendido puede servir de combustible para construir un sitio decente donde criar a los hijos, para solidarizarse con los hermanos más vulnerables, para trasladar a todo un pueblo la noción de familia.

Mal entendido puede cegarnos en la convicción de ser superiores a los demás, convicción que en la historia ha sido justificación y sustrato de calamidades tan nefastas como el nazismo, las guerras santas y las expansiones imperialistas. No en balde las festividades patrias, en algunos sitios, se asocian con tendencias fascistas y acaban por ser mal vistas.

Bueno, allá los países grandes, ricos y viejos con su pasado colonialista y su mala conciencia. O los subdesarrollados y militaristas. En lo que a mí respecta siempre que puedo canto el himno, y bien que me gusta. Tal vez por atípico.

La música, se dice, fue compuesta en una cárcel. La letra, se sabe, fue escrita por un huérfano. Quizás por eso la alusión a la madre de amor que da abrigo y no al fiero poderío que avasalla. Por dicha no nos proclama militares sino campesinos confesos, porque lo humilde no quita lo valiente. Donde los otros exaltan la sangre, nuestro himno exalta la paz. Y esa es la tarea.

Conservarla. Porque la fiesta patria es algo más que un fin de semana largo o un contradictorio despliegue castrense de estudiantes y tambores, o el inocente ritual de contar a los niños nuestras sencillísimas anécdotas históricas (la independencia que llega a caballo desde Guatemala sin que nadie la sospeche ni solicite; la libertad causando confusión). La fiesta patria, repito, es la tarea de conservar la paz. No permitir que se nos vaya como se nos está yendo, de las manos, por corrupción, por codicia, por la distancia cada vez más ancha entre pobre y rico, por el desprecio cada día más grave por la vida ajena.

Porque el trabajo, como la honradez, ha dejado de ser un valor. Porque la paz presupone justicia, y si la segunda no existe, la primera se desvanece.

Cantar un himno, a fin de cuentas, es una responsabilidad.
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