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El arte de gobernar en la tercera república francesa de 1881


(L'art de gouverner)

En nuestra sociedad democrática, la expresión « clase dirigente » se ha convertido en un término despreciable. Esto es un error. Es precisamente porque no resulta en absoluto « clase dirigente » que nuestros gobernantes sigan porfiando por hacer la política de los abejorros, tropezándose en Túnez, tropezándose en Berlín, tropezándose en Italia, para regresar, en Paris, a tropezarse contra la demagogia. No se puede ser fuerte en esgrima más que practicándola desde la infancia. No se puede saber gobernar a los demás, excepto que se haya sido educado con la idea constante de que un día será llamado a tomar el poder. Entonces se sabe, sin dudar, todos los pequeños flecos del oficio, todos los medios empleados; se convierte uno en un hombre práctico y notable, sin ser en absoluto un hombre de genio. Fue gracias a esta educación secular que las clases dirigentes conservaron durante tanto tiempo la autoridad en Francia, a pesar de los espantosos abusos de su administración; es gracias a este saber hereditario y sutil, como la nobleza inglesa permanece tan poderosa y la monarquía subsiste en ese país. (Imagen: Obra de Arte Libertad de Eugene Delacroix 1830)

¿Quién no ha sido sorprendido por el fenómeno de que muchos reyes hayan reinado de un modo satisfactorio, sin deshonor, aunque fuesen los más mediocres de los seres? Es que tenían, desde la cuna, aprendido el arte de manejar los pueblos, y no cometían ninguna de esas pequeñas torpezas que demonizan a un hombre más rápido que las enormes tonterías de la política exterior.

Un poco de esta ciencia práctica no perjudicaría en absoluto a nuestros grandes hombres de hoy, a los mejores, a nuestros mejores estrategas; y el viaje del Sr. Gambetta a Normandía acaba de darme un ejemplo impresionante.

Todo el mundo ha leído ya el exquisito libro de Alphonse Daudet, Numa Roumestan, quizás la obra más personal del novelista, donde discurre, incansable, su espíritu tan particular, agudo, mordiente y gracioso. Ha puesto en constante oposición, a lo largo de toda esa obra notable, al hombre del Norte y al hombre del Midi; este último aquí abundante, elocuente, removiendo las multitudes a su gusto; el de allá tranquilo, frío, racional y calculador. El Sr. Gambetta, no es en absoluto un Roumestan, es, al menos, un Meridional auténtico. (Imagen Región Midi de la Francia Actual)

Hábil orador, ha triunfado hasta aquí, gracias a su fecundo entrenamiento; pues todos los hombres tal vez sean un poco del Midi , excepto los normandos, los normandos sobre todo de este rincón de la tierra en la que Rouen es el centro. París, ciudad nerviosa, entrañable, cambiante, entusiasta, siempre embriagada, está incuestionablemente bajo el encanto de la palabra ardiente del que va a gobernarnos. París es del Midi. Pero los industriales de la región de Caux, esencialmente pragmáticos, con cifras en lugar de pensamientos, enemigos de toda política que no beneficie a sus asuntos, han escapado tan absolutamente a la elocuencia meridional del abogado Roumestan-Massabie que no han podido ocultarse su mal humor y su impaciencia.

Todos los detalles de ese viaje acaban de serme contados por un testigo, que precisamente acompañaba también al modesto rey Louis-Philippe en un periplo más o menos similar.

Resulta interesante comparar los distintos procedimientos políticos del príncipe y del eminente republicano en sus viajes.

El Sr. Gambetta, hombre sin duda superior a Louis-Philippe, pero privado de esa educación gubernamental mamada con la lactancia, llegó, conquistador audaz, y habló, esperando, según la admirable expresión de Michelet, ganarse las multitudes « por la única virtud de una boca rotunda ». Habló con grandes palabras, expresando sentimientos generosos, generalidades ensayadas: « Patria, República, industria, progreso, democracia, etc. » Una reunión de viajeros de comercio lo aclamó triunfalmente. Los normandos esperaban cifras, cosas precisas, términos técnicos. Mantuvieron una frialdad glacial. En Quillebeuf, la aventura se volvió divertida. Entrenado para improvisar, el ilustre abogado, celebrando la canalización del Sena, proclamó que, gracias a ese progreso, los pilotos dejarían de ser necesarios. Ahora bien, en Quillebeuf todo el mundo es piloto: es la patria del pilotaje. Tanto como decir a los administradores de la Compañía de gas que, gracias a la luz eléctrica, el gas pronto será inútil. Inmediatamente, una representación se adelantó. En cabeza marchaba un hombretón de ancho pecho, que se contoneaba sobre sus piernas. Detuvo al orador manifestándole que él era piloto, ¡ maestro piloto ! A continuación presentó a la armada que le seguía: todos pilotos; y protestó en nombre del pilotaje infravalorado. Interpelado de entrada, el hábil abogado se volvió pronto y exclamó con entusiasmo que el pilotaje era lo más hermoso de su vida. ¡ Pero el normando no es del Midi !

Cuando Louis-Philippe vino a Rouen, llamó inmediatamente a su lado a todos los hombres especiales que pudiesen darle las informaciones más precisas sobre todas las industrias que iba a recorrer. Entonces, en cada visita, sin frases, interrogando siempre con soberanos deseos de conocer todo, lleno de circunspección y hablando sobradamente, para probar que él ya sabía, asombraba y maravillaba a esos normandos serios y prácticos, gracias a esa erudición espontánea que un compadre le había apuntado por detrás. Un ejemplo es impresionante entre todos. Louis-Philippe supo que en Rouen vivía un sabio de gran mérito, el Sr. Pouchet, padre del Sr. Georges Pouchet, el actual eminente profesor del Museo de historia natural. En dos horas, el rey conocía los trabajos, las obras, los descubrimientos, las luchas científicas de ese hombre, y, cuando entró en el laboratorio del profesor, éste pudo creer que, en su vida, el soberano no se había ocupado de otra cosa que no fuese historia natural y principalmente de los estudios especiales del Sr. Pouchet. Todavía se cuenta en la región ese viaje real. Éste sabía seducir sin charlatanismo, aunque fuese incontestablemente bastante mediocre. Conocía su oficio de rey.

Al día siguiente, cuando el gran orador republicano abandonó Normandía, comprendiendo su fracaso, no pudo evitar, según se dijo, estas palabras: « Soy un político; no entiendo nada de todas las cuestiones especiales. » ¿ No habría debido haber procurado conocerlas, al menos durante cinco minutos ?

Es que no resulta fácil, ese oficio de zalamero, de entrenador de pueblos. Es necesario elegir con un tacto infinito las corrientes de ideas que le rodean, encontrar la palabra justa, el cumplido necesario, no ofender a nadie, agrupar a los descontentos, seducir siempre. Esos dones tan diversos, tal vez los haya tenido uno solo de nacimiento y desarrollados hasta la perfección. Fue Napoleón I ( que el Destino sin embargo nos privó de sus semejantes). Otro que, sin énfasis, sabía siempre encontrar la frase infaliblemente adecuada, poseía aún el arte de interrogar de tal modo, que vaciaba a un hombre en algunos minutos, extrayéndole todo lo que quería, todo lo que el otro sabía, por preguntas inesperadas, bruscas, singularmente precisas, que desarticulaban el mal querer y taladraban las resistencias.

Era necesario, para tenerle enfrente, una fuerza de alma casi sobrehumana. Era muy extraño que, ante él, no se perdiese al momento toda presencia de espíritu. Un normando precisamente tuvo esta suerte de no turbarse hablándole. La anécdota es casi desconocida. Se trataba de un prefecto de Rouen, espíritu independiente, bien consumado, audaz y burlón. Llamado a París con todos sus colegas para presentar sus cumplidos al rey de Roma que acababa de nacer, se aproximó, llegado su turno, a la cuna donde el babeaba el augusto bebé, y, inclinándose hasta tierra, pronunció estas palabras en medio del respetuoso silencio de la armada de funcionarios que acababan de expresar sus deseos a esa larva imperial: « Monseñor, no tengo más que una cosa que desearos: que pueda usted estar más adelante tan sordo a los deseos interesados de vuestros aduladores como lo estáis hoy al homenaje de mi profundo respeto.»

El emperador, presente, no dijo nada, pero no olvidó. Algún tiempo después, encontrándose en Rouen, se puso de repente a acribillar a su funcionario con esas cuestiones directas, terribles, de las que tenía el secreto y a las que era necesario responder. « ¿Cuantos casados hay en su departamento ?» El prefecto, impasible, contestó una cifra. « ¿Cuál es la longitud total de sus carreteras ?» El prefecto no vaciló ni un instante. « ¿ Cuánta agua pasa al día bajo el puente de Rouen, señor prefecto ?» El otro indicó la cantidad de agua. Entonces, con esa voz irónica que equivalía casi a un arresto de muerte, el emperador preguntó: « Puesto que usted lo sabe todo, señor, ¿cuántos pájaros tiene usted aquí de paso ? »

Napoleón no continuó.

Se produjo allí, no lo niego, el juego del príncipe y del cortesano. ¡ Pero Napoleón, sin embargo, no habría olvidado que hay pilotos en Quillebeuf !

Publicado en Le Gaulois, el 1 de noviembre de 1881
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2 comments :

  1. Excelente relato sobre el arte de gobernar de manera sutil, informada, inteligente; en otras palabras sin hacer el ridiculo de la demagogia charlatana a la que estan acostumbrados algunos politicastros en el tropico.

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